Adiós al estrés
- Carlo Piérola
- 30 ene 2017
- 11 Min. de lectura
Cualquiera pensaría que después de cuarenta y ocho meses, la mejor estudiante de la carrera de Sociología de la Universidad Católica de Daegu estaría acostumbrada al éxito académico. Nada podría hacer dudar de su potencial: desde su primer semestre sorprendió al superar los promedios de sus compañeros, incluso los de cursos superiores. Desde entonces, no había parado: ciclo tras ciclo se adjudicaba los puntajes más altos y si bien no era la favorita de todos los docentes, sí se había ganado su estima.
Cualquiera pensaría que después de cuarenta y ocho meses, ella habría perfeccionado una fórmula, un método para su éxito académico. Pero no había nada más falso. Cada inicio de semestre, Lu Kai se estremecía, le temblaban las manos y quería tirarse de los cabellos y morderse el labio superior en el atrio de la Universidad Católica de Daegu, ese atrio humeante por los jadeos de los cigarrillos de estudiantes atrasados.
Cada inicio de semestre Lu Kai se daba cuenta que el cerebro que todos le atribuían era un mito, un mito falaz, falso cual las señales de los días soleados que se vuelven tormentas en su ciudad. Desde el principio, Kai se había dado cuenta de lo mucho que le costaban los enrevesados conceptos, lo poco que entendía a la primera lectura de los textos, lo rápido que se perdía en las expocisiones de los docentes. Lu se obligaba a ver videos, escribía los conceptos difíciles en su cuaderno cada 20 horas, intervalo que jamás cumplía, pero al menos lo intentaba.
Cuando Kai llegaba a los exámenes con los dedos tensos por los nervios, se sujetaba su cabello negro, ligeramente ondulado como las ondas de sus manos cargadas eléctricamente, se lo sujeteba por que le quemaba el cuello. Kai llegaba a los exámenes pensando que aún no había entendido del todo los conceptos, que aún podía estudiar un poco más. Llegaba a los exámenes con la necesidad imperiosa de validarse con un 100, con la presión de tres atmósferas para responder no según su entendimiento del concepto, sino tratando de hallar la respuesta escondida en la mente de quien calificaría los exámenes. Ésa era la única respuesta válida. Y hasta la llegada de la nota, se mordía los labios suavemente sin darse cuenta, y cuando se daba cuenta se concentraba en no volver a hacerlo, porque usualmente sangraba imperceptiblemente. Pero siempre acababa con su labio inferior bajo los dientes por el estrés.
Cada fin de semestre, el estrés del primer día se multiplicaba como los pedidos de sus compañeros de ayuda. Cada 90, e incluso cada 96 cada 99 le provocaban pavor. Se quedaba mirando el atrio ardiendo por el sol de medio día, calculando que si lograba un 94 y luego un 100, podría llegar a promediarse como un 95. Cada nota baja, cada observación a sus trabajos la mantenían despierta hasta la 1:01 de la mañana aún cuando sabía que las pesadillas, esas pesadillas continuas de quedarse sin la beca, de olvidarse el trabajo, de que la laptop se cuelgue y el flash se caiga a un charco durante las lluvias de febrero, la despertaban alrededor de las 3, alrededor de las 5.
Cada fin de semestre soñaba con que los docentes se decepcionaban, soñaba con un trabajo estable para podrirse con esa pasmosa estabilidad. Soñaba que caía por el túnel del ascensor, que caía, que caía y no dejaba de llorar al despertarse y se daba cuenta que había babeado la almohada como lo hacía desde que la calificaron por primera vez en el colegio y su amigo Denise le había vencido por 10 puntos. Ese día, Kai se había escondido en el baño donde trataba de morder su abrigo rojo que jamás se lo quitaba para poder gemir de frustración al tiempo que hacía sus necesidades. Se había olvidado hechar el agua del inodoro y Lu jamás olvidó la cara maternal de asco de la profesora cuando la sacó para preguntarle si sus padres eran demasiado exigentes.
Cada fin de semestre, Kai buscaba la mejor forma de rogar por unos puntos más. Algunos docentes caían al ofrecerse a realizar informes e investigaciones extra o a corregir los existentes, cosa que Lu odiaba pues se decía que sus trabajos estaban bien. Unas cuantas comas le costaban puntos valiosos y ella necesitaba cada décima para evitar que algún desconocido estudiante le quitara la beca. Otros docentes tenían piedad cuando Kai, de manera casual y sin exagerar en el victimismo, les hablaba de su trabajo como profesora de inglés, de sus tres hermanos, de los bajos sueldos de sus padres y de que si bien vivía con dignidad, no podría estudiar con esa dignidad de no ser por la beca. De hecho, no podría estudiar.
Cada final de semestre, Lu comía poco, muy poco. A veces era porque no sentía la menor hambre y detestaba el “tienes que comer más, hija” de su abuela. A veces era porque, como había descubierto tenía nauseas cuando los docentes pedantes daban la clase del día. Más veces que a veces, Kai se bañaba antes del examen, se ponía una camisa blanca con cuadros negros y buscaba el palillo de madera con flores azules para dirigirse a la prueba. Se decía que ser supersticiosa no le ayudaría en nada pero quizá el baño refrescaba su cerebro trabajador pero nada brillante, quizá la camisa era la más cómoda y evitaba las molestias del sudor, del calor y el frío, quizá esos colores le sentaban mejor y quizá el palillo era el que mejor iba con su cabello negro ondulado como ondas eléctricas, quizá si le pedía una ayuda a Dios, él o élla o lo que sea se apiadaría de su agnostisimo deísta y con una sonrisa ayudaría a su cerebro, nada brillante. Pero eso sí, muy trabajador.
Cualquiera pensaría ahora que Kai necesitaba una buena fiesta, un buen polvo (aunque sea con Manuela), o al menos un perrito llamado Panda que la consolara cuando veía ese 96.54 en la libreta. Pero Lu realmente amaba estudiar y aunque pensaba que Panda estaría genial (a pesar de su gran capacidad para descuidar de todo, incluída ella) y aunque también pensaba que el polvo con Manuela tampoco estaría mal, ella se relajaba al investigar. Kai realmente sonreía al sentarse frente a su fiel pantalla negra y al son del fragor de “No Gods, No Masters” o los gemidos de “Je t’amie ma noin plus”, trataba de entender su realidad. Y cuando hallaba una explicación, se servía un buen café, miraba las luces de la ciudad y dejaba entrar el aire nocturno. Entonces era feliz.
Cualquiera entonces pensaría que Lu Kai tenía una vida con sus problemas y también con sus gratificaciones y era cierto. Ella, temblando con miedo a cada inicio y final se decía que debía esforzarse más. Incluso cuando recibió su cuarto diploma a la mejor estudiante de la carrera de Sociología, alzaba el puño para decirse, con la humedad de la emoción en sus ojos: “me esforzaré aun más el próximo semestre”. Y era cierto. Se esforzaba el doble por entender conceptos el doble de difíciles pero aunque cualquiera creería que después de cuarenta y ocho meses Kai habría desarrollado un método para su esfuerzo, esto no era cierto. Sólo el trabajo ciego, la repetición desesperada imperaban.
Cualquiera pensaría que Kai mantendría esa fuerza cuando el mes cuarenta y nueve, el de las vacaciones en un lago donde conoció a Victoria, la Victoria que pasaría de piropos a poemas y después al silencio en el lapso de un resfriado, acabó y llegó el inicio del semestre en el mes cincuenta. Era el primer día y Lu entró a su curso. Otra vez las manos electrificadas. Otra vez la presión de agradarle a un docente que no conocía. Otra vez leer los libros cuatro veces para entender, para que cuando los compañeros le pregunten, ella pudiese ayudar.
Cuál no sería la sorpresa de Kai cuando, durante el primer control de lectura del semestre, su cerebro simplemente se apagó. No hubo señales ni síntomas. La pregunta era sobre algún concepto de Anthony Giddens, sobre alguna problemática, sobre algún fenómeno. Ahora, el texto estaba lejos. Kai soñaba en su desmayo que perseguía la hoja blanca en un túnel negro. “¡Por favor” gritaba mientras la oscuridad descargaba ráfagas de lluvia sobre sus mejillas, sobre sus húmedos ojos cafés. “¡Por favor, aún me falta una pregunta”. “La pregunta, la pregunta, Giddens y la pregunta, yo y la pregunta, yo y Guidenns buscando la pregunta”… los pensamientos se amontonaron en la escuridad y cuando un rayo negro partió la hoja del exámen, Kai despertó con una exhalación vehemente. Estaba acostada sobre un sofá y dos compañeros la miraban preocupados. “¿Dónde está Giddens? ¿La pregunta de Giddens?...” empezó Lu… pero la única respuesta obtenida fue la mirada de angustia de los dos que la habían traído a ese sofá, a ese despacho, a esa enfermería a la espera de la llegada de la doctora.
“¿Cuál era la pregunta de Giddens?” volvió a repetir Lu. “Tranquila, Kai. Te presionas demasiado” dijo uno de los dos chicos junto a ella. “Pero… ya la tenía… ya la sabía… tenía los cuatro argumentos para fundamentarme, tenía los orígines del concepto, sus implicaciones, el contexto….”, Lu se tiró de los cabellos un poco. Le gustaba esa sensación. “Kai ya basta” dijo el otro, “te estás haciendo daño”. “Al menos… ¿podré dar después el exámen, de nuevo? ¿les dijo algo el licen?”. “Sí, sí, tranquila. Ahora descansa, ¿sí?”. “Pffff…. Ok”.
*
Cuando llegó la fecha de retomar el exámen, las cosas no habían mejorado para Kai. Se resfrió, pero esta vez no fue de Victoria, sino de veras. Caminó a su prueba, y aunque iba lento, escuchando a Bártok para tranquilizarse e impresionar a quien le preguntase qué sonaba en sus audífonos, Kai se cayó. Sus lentes de suspensión negros se rompieron. Kai se quedó en el suelo mirándolos. “Eran de vidrio orgánico… no lo entiendo”, se dijo Lu. “No lo entiendo”… se dijo mirándose sus manos rasmilladas, su camisa blanca a cuadros negros ligermanete embarrada, su chalina colgando con flojera de su hombro izquierdo y un tobillo medio torcido sin contar el dolor en las rodillas. “Eso me pasa por no hacer ejercicios” se dijo recogiendo los lentes destrozados. No se dio cuenta que dejaba algo atrás. Sólo al llegar al nublado atrio, nublado gracias al cielo de nubes reales y no de humo, se dio cuenta que había dejado caer su chalina. “No lo entiendo”, se dijo y se tiró un poco de los cabellos para tranquilizarse. También se mordió el labio inferior.
Cuando Kai entraba al aula después de limpiarse la nariz, seguía mirando sus lentes rotos. Se sentía rajada. Seguía diciendo “no lo entiendo, no lo entiendo, no lo entiendo”. Al sentarse, el docente la saludó con cordialidad y Lu recurrió a todo su ser por sonreír, sin labial, sin máscaras más que la que decía “buen día” en vez de un “no entiendo”. Kai leyó las preguntas mordiéndose un poco el labio. Estaba segura dentro de sus nervios de sacarse un 100. El viejo Guiddens no había cambiado su pregunta y ella ya sabía qué poner: cuatro argumentos, orígenes del concepto, implicaciones, contexto…
“¿Cien?”, le preguntó Kai al examen. “89” respondió la hoja. Lu se tiró un poco más fuerte de los cabellos. “No lo entiendo”, se dijo Kai arrugando la prueba en su puño hasta sentir sus uñas enblanqueciendo su palma. Levantó su mano y su voz, rajada por un número 89, apenas la dejó pedir permiso para ir al baño. Pero en vez de irse a morder su abrigo rojo (no el de colegio), Lu corrió al parque de la Universidad tosiendo. “¡Maldita sea, maldito docente de mierda, no lo entiendo”, se dijo. Se había equivocado, según el finado profesor “por no desarrolar bien la respuesta”. “Pero si tenía argumentos… tenía contexto… tenía…”. Kai lloró, pateó la tierra suavemente porque quizá alguien la vería y pensaría que andaba pasada de copas. Trató de canalizar su frustración jalándose el cabello hasta que en su mano se quedaron unos cuantos mechones. Entonces destrozó la mitad de la prueba porque necesitaba conservar ese devastador 89 por si algo pasaba.
*
Cuando una Lu sin resfrío quizó bajar del quinto piso, donde era su siguiente clase, entrevió el túnel del ascensor. A su lado, la señora Lucy limpiaba el pasillo. La pantalla leía los pisos donde se hallaba la cabina. “1” Se había sacado tres 89, un 90 y dos 85 en los últimos exámenes. “2” Jamás había tenido notas tan bajas. Kai estaba cerca de poder habilitarse para graduarse con excelencia, tan cerca. Necesitaba al menos un 90 de promedio. “3” Y no lo entendía. “4” El celular de Kai sonó. “5” A veces, tirarme por el túnel sería un descanso, pensó Lu. La puerta se abrió y ella avanzó. No había suelo, pero tampoco hubo alaridos. La señora Lucy, empleada de limpieza, sostuvo a Kai al tiempo que la mano de la muchacha no podía sostener el celular. Pocos segundos después, el ruido de la pantalla, los circuitos y la batería separándose y rompiéndose llegaron a los oídos de Lu. Kai suspiró, “lo que me faltaba”. Su suspiro también cayó al primer piso.
*
Cuando Lu pensó que las cosas no podían empeorar, su hermano enfermó durante sus estudios en Inglaterra. Nadie se lo había pedido explícitamente, pero su obligación como hermana mayor era obvia: dobla el número de horas en el trabajo como profesora de inglés y saca esa beca. O se acababan los estudios, se acababa el café frente a las luces de ciudad. Kai dobló sus horas, su basurero coleccionaba más mechones y redujo aun más su sueño. Ahora las pesadillas eran sencillas. Se veía a ella sentada frente a una línea de meta, pero no podía verla con claridad. Sus lentes seguían rotos, extrañaba su chalina dejada atrás, su celular roto frente a ella. Sentía que las pesadas hojas de exámenes abajo del 90 la esperaban para que las cargara. Apenas pensaba en la beca. Quería un maldito 90, quería dejar el estrés.
*
Cualquiera justificaría lo que Lu Kai hizo al levantarse por vez número 50 de las pesadillas. Se puso lo primero que encontró y se dirigió a las 3 de la mañana a la Universidad. El atrio estaba blanco de amanecer. Las rejas estaban cerradas, pero Lu trepó sin preocuparse por si la veían o no. Subió lentamente al quinto piso, donde sería su primera clase de la mañana, empañando cada ventana entre la segunda y la última planta, calculando imposibles en los que llegaba a 96, a 97, a 97.5. Ya se había acabado la semana de exámenes, la semana de presentación de trabajos. Lu pensaba que debía haber segundo turno para desesperadas como ella, para que pudiese remontar su 88. Ella decidió entonces dejar de pensar. Quitó las cintas amarillas de “Peligro. Hombres trabajando”, quizo cambiar las letras de la cinta a “Personas trabajando” porque la señora Lucy no era hombre ni mucho menos. Pero estaba tan cansada. Además, le había robado una llave. Además, otra vez se había mordido la nueva cicatriz de su labio inferior.
Cualquiera entendería lo que Lu Kai hizo esa fría mañana. Abrió las puertas del túnel de ascensor con la llave de la señora Lucy. La muchacha que todos consideraban brillante se frotó los guantes. Cualquiera entendería lo que Lu le dijo a Kai que hiciera. Kai obedeció. Kai saltó al túnel del ascensor.
*
Cayendo por el cuarto piso, al fin brilló una idea, una proposición teórica. Y tanto Lu como Kai se arrepintieron de querer frenar el estrés. Los guantes de cuero se quemaron junto con un poco de la piel de la estudiante que repetía su proposición. Repitió esa proposición cuando la señora Lucy la llamó loca mientras la ayudaba a salir, la repitió cuando su salvadora aceptó entre lágrimas el silencio sobre lo ocurrido. Cuando Kai repitió la proposición frente a una conferencia virtual con los máximos exponentes de la Sociología, todos la aplaudieron. “Es usted brillante”, dijeron. Kai habría querido corregir que no lo era, que sólo trabajó mucho e intentó suicidarse. Pero estaba tan cansada. Tenía que justificar que su proposición valía un 97.5 de promedio.
Cualquiera sabría que Kai no obtuvo un 97.5. Pero Lu fue donde una psicóloga a la que le conto algunas partes de su historia y logró hacerse con un justificativo médico que la habilitó para el “segundo turno para estudiantes destacados” con el que había soñado. Y cuando un estudiante nuevo pensaba que tenía asegurada la beca, Kai apareció con un 96.93 para pasarle por medio punto. Lu no sintió pena alguna, acababa de ganar la beca al mejor promedio de Sociología por última vez, se había acabado la competencia. Kai, al recoger su medalla por graduarse con excelencia, cerró los ojos (no se percató que se estaba mordiendo el labio de nuevo). Frente a ella, 150 personas aplaúdian. Sus lentes nuevos brillaban, Kai hacía brillar también su sonrisa.
Cualquera estaría feliz cuando al fin, esa noche, frente a la ciudad, la mejor de Sociología vació una taza de café después de seis meses de estrés. Kai, Kai cerró los ojos. Dentro de ella, vió al estrés. Seguía vivo, lo sentía vibrando con electricidad, con desórdenes alimenticios, con mechones en el basurero. Ése ser seguiá ahí, vivo, entero como siempre. La ahora licenciada suspiró… había estado tan cerca de despedirse del estrés. Lu le dijo a Kai que quizá, quizá mañana, a las 3 de la madrugada, se librarían de una vez de él. “Pero quién sabe”, le respondió Kai. “No soy metódica ni para decirle adiós al estrés”.
FIN
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